El 6 de marzo el Gobierno informó el primer contagio de coronavirus en el país, siendo el inicio de un periodo de mínimo 14 semanas, en las que el país gestionará una crisis de salud sin precedentes, que cambiará las dinámicas y proyecciones que la nación y los ciudadanos hayan tenido hasta la primera semana de marzo.
Como es lógico, la agenda pública y el comportamiento social cambiaron, saliendo del foco el temor por los hurtos, homicidios, extorsiones y demás delitos, que normalmente ocupan los primeros lugares en el descontento de la gente. Cabe entonces preguntarse si la restricción a la movilidad y la cuarentena han generado una reducción de la incidencia del crimen, la violencia y las incivilidades o si el riesgo tiende a estar en bajo nivel. Dichas preguntas tienen respuestas en tres dimensiones.
La primera tiene que ver con crímenes comunes, asociados a la convivencia. El cambio de las dinámicas, representadas en la disminución del relacionamiento en el espacio público y el uso de infraestructuras urbanas darán como resultado una reducción, no solo en los registros sino en la victimización.
La segunda tiene que ver con crímenes y violencias en los domicilios. La mayor comprensión ciudadana de la violencia intrafamiliar, sexual y contra la mujer ha causado un aumento en las denuncias. Si bien, estas caerán, hay un alto riesgo del recrudecimiento de los hechos violentos, ya que víctimas y victimarios estarán compartiendo el espacio de confinamiento.
En tercer lugar, está el crimen organizado, que dedicará un esfuerzo inicial a su adaptación a las nuevas condiciones, que en el caso del microtráfico representa una oportunidad para afinar la distribución y afianzar controles territoriales. Una vez adaptados, pondrán sus ojos sobre la cooptación de respuestas estatales y cívicas, para su expansión. Lejos de mermar la inseguridad, una crisis sanitaria genera retos, que de no atender a tiempo pondrán en riesgo la tranquilidad.
Los riesgos tienen relación con cuatro factores: efectividad en la prestación de servicios de salud, seguridad alimentaria, la provisión de servicios públicos y preservación del empleo. Este último seguramente será el de mayor afectación, pues la destrucción masiva de empleos y una caída de los ingresos tendrá un impacto considerable en la convivencia y la seguridad. Esto se notará cuando terminen las restricciones y su magnitud solo será menor si existe un plan de empleo poscrisis. Los demás tienen opción de mitigación, que dependerá del funcionamiento de un sistema coordinado de respuesta del Gobierno distrital.
En caso de que al menos uno de estos tres no funcione, se enfrentará un descontento ciudadano en cadena, que causaría no solo aumento inusitado de la violencia y el desorden público, sino una profundización de la crisis sanitaria. Centros de almacenamiento, distribución y comercialización de alimentos, así como bancos y cajeros automáticos serán puntos críticos cuya vulnerabilidad determinaría el control del orden en la ciudad.
El sistema de seguridad ciudadana necesita un esquema de respuesta para atender tareas ordinarias y reforzar la confiabilidad del funcionamiento de la atención en salud, los servicios públicos y el abastecimiento alimenticio. Ante este reto, el Distrito debe verificar con urgencia el alistamiento de los entes de seguridad y emergencias en la jurisdicción, sumar apoyo logístico (Fuerzas Militares y privados), operativo (seguridad privada) y de gestión de la crisis (Defensa Civil), así como el desarrollo de un concepto territorial de despliegue, garantizando el orden público y la seguridad de la ciudad. No responder de manera preventiva al desafío empeorará la crisis sanitaria.