La inseguridad bogotana también es producto de una ciudadanía enfrentada entre sí, una oferta institucional pobre para la mediación de conflictos y una comunidad que no cree en las instituciones y en la ley.
Por: César Restrepo, director de Seguridad Urbana de Probogotá Región.

Foto: El Espectador
Todas las semanas eventos de violencia criminal y delincuencia ocupan espacios en la conversación ciudadana sobre inseguridad. Paradójicamente, esto mantiene oculto un poderoso disparador de la inseguridad: una fallida relación social entre ciudadanos.
La Organización Mundial de la Salud define este tipo de violencia como el uso deliberado de la fuerza física o el poder de manera tal que existe una alta probabilidad de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones.
El Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses permite caracterizar la violencia interpersonal en su informe FORENSIS 2021 por ser mayoritariamente ejercida por hombres entre 20 y 40 años, relacionada con el consumo abusivo de sustancias psicoactivas, concentrada en zonas deprimidas o de ocio nocturno, en fines de semana y días festivos.
En una ciudad con una carga de estrés significativa, derivada de la anarquía en el espacio público, la crisis de movilidad, la supremacía de colectivos violentos sobre la ciudadanía y el impacto reciente de la pandemia; la reclamación de un interés o la exigencia de un derecho con facilidad se torna violento. Especialmente ante la inexistencia o inocuidad de mecanismos institucionales para gestionarlos.
El asesinato de dos hombres y dos mujeres en el barrio La Laguna de la localidad de Fontibón la semana anterior a manos de un inquilino enfurecido, en medio de una disputa por el pago de una cuota de arrendamiento, es uno entre muchos casos de violencia entre ciudadanos que ejemplifica lo anterior.
De las 23.434 lesiones personales registradas por la Policía Nacional en Bogotá en 2022, el 85% de los casos correspondió a riñas. De estas, 398 resultaron en homicidios (40% del total). El 58% de las 45.035 denuncias de violencia intrafamiliar fueron por riña, con una victimización mayor en mujeres (65%).
Las localidades de Kennedy, Suba, Ciudad Bolívar y Santa Fe tienen el mayor registro de riñas que derivan en homicidios, lesiones personales o violencia intrafamiliar. El centro ampliado de la ciudad representa el foco geográfico con mayor probabilidad de que ocurra un hecho de ese tipo.
De acuerdo con los registros recolectados por el Sistema de Información de Casas de Justicia en Bogotá, de las 129.019 atenciones en Centros de Recepción e Información –CRI– en 2022, el 44.8% fue por conflictividades familiares, el 16.8% arriendos u ocupaciones de inmuebles y el 4% por conflictos materializados en riñas.
El cuádruple asesinato del sábado pasado deja en evidencia la desatención social e institucional de las fuentes de conflictos interpersonales y su evolución hacia actos de violencia extrema, ya sea por cuenta de una débil atención de los conflictos o porque los ciudadanos no creen en su gestión por canales institucionales.
Es posible que este crimen haya estado precedido de alertas sobre la incapacidad o falta de voluntad de las personas implicadas por resolver pacíficamente un conflicto o que no hayan encontrado un mediador que contribuyera a encontrar una solución pacífica.
Dada la alta potencialidad de la violencia interpersonal de derivar en conductas violentas, es de gran importancia abordarla desde una perspectiva de políticas y estrategias dirigidas a su prevención y desescalamiento. Por esto es grave que líderes y ciudadanos no se interesen en el desarrollo de programas y capacidades para disminuir la conflictividad interpersonal.
Poco se conoce sobre la efectividad e impacto de la justicia no formal, alternativa y métodos de conciliación. Mucho menos sobre estudios fenomenológicos con base en información recolectada en Casas de Justicia y CRI. Ni hablar del seguimiento a casos tratados y al cumplimiento de compromisos para evitar el escalamiento de conflictos ya atendidos.
Nada de esto es posible dada la debilidad de las capacidades instaladas para el desarrollo de esa labor. Ejemplo de ello son las Comisarías de Familia, que no cuentan con personal ni herramientas suficientes para hacerlo, poniendo en riesgo a tanto a los Comisarios como a aquellos que asisten para buscar su mediación.
Esta realidad pone en riesgo a los operadores de justicia no formal y a quienes acuden a ella para resolver conflictos. La incapacidad de verificar y hacer cumplir acuerdos abre espacios para el incumplimiento. Y a partir de allí, la frustración, la venganza y la violencia.
No deja de ser paradójico que en Colombia los líderes de la política pública de justicia se esfuercen más en buscar alternativas para criminales que en desarrollar una malla de servicios y capacidades que evite que conflictos interpersonales se traduzcan en crímenes. Puede ser que subestimen la violencia que brota en una sociedad sin instancias ni formas para resolver conflictos pacíficamente.
Asimismo, tienen demasiada fe en estrategias que consultan únicamente la modificación de normas y no en las capacidades que habilitarían en la vida real la materialización de la convivencia y el respeto de los Derechos Humanos de los ciudadanos.
La construcción de la paz empieza por la disminución de la violencia interpersonal en la sociedad y no con el apaciguamiento frente a criminales profesionales. Su prevención y resolución pacífica, a través de un desarrollo real de capacidades, serían acciones exitosas frente a la descongestión judicial y penitenciaria, así como en la construcción de paz.